sábado, 18 de febrero de 2012

Canciones con sabor a cine

2012-01-14 • IMPRESO TEATRO
¡Si nos dejan! es más que un musical a la altura de los mejores; también es un tributo a los compositores mexicanos que viven en la memoria popular.



Un recorrido por imágenes, sensaciones, frases, hábitos, canciones y música que se han vuelto himno, es el motivo del musical mexicano ¡Si nos dejan! de José Manuel López Velarde, quien también dirige. El recorrido inicia en un viejo cine de gran formato consumido por el tiempo y el olvido donde un inmenso anuncio luminoso yace en el piso, entre carretes de celuloide, latas, cajas y butacas ennegrecidas, como la gran metáfora de una época que se fue pero no cesa de tener resonancia.

El planteamiento inicial es el de un grupo de mariachis juguetones que entra a un cine en ruinas —como el Latino, el Regis, el México, el Diana o el Internacional—. Al accionar un switch, se enciende sorpresivamente el proyector que deja ver las escenas de una cinta mexicana que da paso a la historia amorosa de la pareja formada por José Alfredo y Paloma.

Muy bien estructurada dramatúrgicamente por su autor, esta obra, en la que cada escena guarda antecedentes y es consecuencia coherente de lo que plantea, posee la virtud de contar con personajes construidos mediante elementos de realidad y ficción que adhieren al público a cada acción y a su desarrollo mediante una canción en correspondencia con lo que ocurre en la historia.

Sin acudir a la composición de nuevas canciones —como comúnmente se hace para este género—, sino, por el contrario, echando mano de 50 piezas del inmenso acervo popular nacional, compuestas por autores que van desde José Alfredo Jiménez, pasando por Manuel Esperón, Rubén Fuentes, Blas Galindo, Juan Gabriel, Gonzalo Curiel, Juan Sáizar, Tomás Méndez, Quirino Mendoza, Agustín Lara y Cuco Sánchez, hasta Joan Sebastian, José Manuel López Velarde hilvana y destaca momentos clave que hacen referencia a un sinfín de películas mexicanas.

Personajes emblemáticos de nuestro cine —la pareja de enamorados, el terrateniente traidor, la esposa abnegada, la dama de compañía, el protector gringo, los secuaces del patrón con rasgos caricaturescos (que le añaden un guiño gay a la historia), la Tostada y la Guayaba— están presentes en esta obra que comienza en blanco y negro para cambiar más tarde al technicolor.

Esta historia, que mezcla mágicamente el lenguaje cinematográfico con el teatro, transcurre de 1926 a 1973. Diez pantallas reflejan 200 imágenes en las que se puede ver a los personajes tanto en siluetas animadas como bajo los cielos de Fernando Figueroa; viajando por carretera, en un lago, en un campo algodonero, o ante la fachada rústica de una finca de cuya puerta surge Paloma como si pudiera salir o entrar de una película. Los personajes son reales, los espacios por los que transitan son los de la gigantesca pantalla que abarca el fondo del escenario, o fragmentos que se deslizan sobre rieles para alargar la imagen.

La escenografía, diseñada por Jorge Ballina, comienza desde el marco del cine que es también el del escenario con sus bordes carcomidos, las grandes letras con el nombre de Cine México, marquesinas que aparecen o desaparecen, un gran ventilador, butacas, carteles, kilómetros de cintas, la virgen en su capillita de vidrio, cajas de madera de todos tamaños y latas de películas. Sobre el escenario continúa este dispositivo con andamios ubicados frente a las imágenes proyectadas.

Los 32 actores, encabezados por Leticia López y Mariano Palacios, los nueve músicos bajo la dirección de José Manuel Castro Skertchly —también al teclado—, interpretan eficazmente los 50 números musicales. Es cierto que en materia de actuación conviene cuidar la escena del primer retorno del héroe para que Paloma esté en circunstancia, sin fingir de más que no se ha enterado de nada y para que la falsedad innecesaria le dé al traste a todo lo conseguido. También hace falta retomar las tareas escénicas del ensamble antes de que cante la protagonista en la primera fiesta del pueblo, en que las actrices aprovechan para jugar a darse de rebozasos como colegas, olvidándose de que en ese momento son personajes.

El vistoso vestuario mexicano de Mario Marín del Río —en su versión en blanco y negro y en la de color—, el diseño de audio de José Antonio Martínez Benita, que permite apreciar en su amplitud la belleza de cada tema, el de iluminación de Xóchitl González que da paso fluido a un juego complejo de luz y sombra sobre la vertiginosidad que exige la mixtura de cine y teatro, el gran trabajo de Operadora Teatral MG y la producción de Morris Gilbert y Federico González Compeán consiguen realmente una buena obra musical mexicana a la altura de las mejores.

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